Ayer me sucedió algo curioso. Estaba en el tren (como de costumbre, supongo), en un vagón en el que apenas había gente. Al subir, me senté en uno de los bancos de cuatro asientos enfrentados, todos ellos vacíos, porque algo tenemos los seres humanos que el hecho de sentarnos junto a un desconocido nos provoca una tremenda repulsión.
Me senté junto a la ventana, como siempre, con el sol dándome de lleno en la cara. Me relajé y entorné los ojos, apoyando la cabeza en el asiento. Pasadas un par de paradas, y cuando la modorra ya se estaba apoderando de mí, una voz femenina irrumpió en el silencio.
-Buenos días, ¿te importa que nos sentemos?
Me volví y vi en el pasillo del vagón a una pareja de unos sesenta años. Él llevaba un abrigo verde, una boina ceñida a la cabeza y un elegante bastón que debía de usar solo por gusto, pues parecía tenerse bien en pie, sin ningún problema de espalda o fatiga; ella, una mujer de pelo negro cano y ojos cobrizos ligeramente rasgados, llevaba un abrigo largo marrón, con guantes a juego, los labios color carmín en una amplia sonrisa.
Les dije que sí, claro que podían sentarse. Bueno, más bien asentí, aún estaba con la cabeza en otra parte.
Se sentaron los dos en frente de mí, agradeciendo calor del sol colándose por la ventana.
-¡Qué bien se está! -dijo ella- con el frío que hace fuera.
Había vuelto a mirar por la ventana, pero al ver que nadie respondía a su comentario, la miré y vi que ella me estaba mirando a mí. De modo que me estaba hablando.
-Eh... sí -contesté rápidamente- parece que el invierno no quiere irse.
Ella se rió, y su risa resultaba tan agradable como la calidez que nos envolvía.
Se pusieron a hablar entre ellos, quitándose el abrigo. La mujer le decía a su marido que debía haberse llevado bufanda, porque todavía no se le había pasado el constipado. Él replicó, pero de poco pudo haber servido, pues tosía entre palabra y palabra. Chasqueando la lengua, la mujer sacó unos caramelos de su bolso, le dio uno y luego alargó el brazo hacia mí.
-¿Quieres uno? Son de miel y limón, están buenísimos.
Durante una fracción de segundo debí poner una cara estúpida, me sorprendía la amabilidad de la señora, como si no fuese el completo desconocido que era.
Acepté de buena gana, con una sonrisa y un "muchas gracias". Al meterme el caramelo en la boca, se me escapó un bostezo. Ahora fue el marido quien habló:
-Qué cara de sueño ¿eh? ¿has madrugado mucho?
-Un poco, sí. Las clases, que no podían empezar un poco más tarde...
-¿Estás en Formación Profesional?
-No, en la Universidad.
-La Universidad -suspiró ella- eso ya nos suena tan lejano a nosotros... ¿Y qué estudias?
Así continuó la conversación, hasta que llegamos a su parada y tuvieron que bajarse.
El silencio volvió al vagón del tren, pero a diferencia de antes, ahora notaba el vacío que había en él. Durante tan solo unos minutos, había charlado con una pareja de desconocidos a los que no había visto nunca, y quién sabe si volvería a verlos. Y sin embargo, charlamos como si fuésemos viejos amigos, entre sonrisas y confianza.
Fue divertido, habría que probarlo más veces.
1 comentarios:
ME ENCANTABA!!! Sobre todo con las personas mayores es con las que mejor se charla.
Soy de esas personas que, a no ser que me pase algo, tengo la sonrisa y el saludo preparado en cualquier parte, pero sobre todo en el tren.
Gracias, me has traído unos cuantos buenos recuerdos.
Besotes gordos.ungst
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