lunes, 4 de enero de 2010

Invierno en la estación

En una estación cualquiera, de una cuidad como otra cualquiera, un chaval cualquiera espera el tren. Sentado en un banco, con un libro entre las manos que no lee, y la mirada volando de un lado a otro por la marea de gente. Desde donde está solo alcanza a ver piernas que caminan sin detenerse, zapatos que taconean, sombras que pasan fugazmente. Es como una piedrecita en el lecho de un río.


Por megafonía anuncian la llegada de un tren. No es el que tiene que coger, el suyo todavía tardará un poco en llegar. Se levanta, coge su abrigo y su mochila, guarda su libro y echa a andar por el andén. Sube unas escaleras mecánicas, que conducen a un puente en el que se unen todos los andenes, se apoya en la barandilla y observa.
El tren anunciado acaba de llegar, se abren las puertas, y como sardinas en lata salen los pasajeros. Una mujer cargada con bolsas de la compra que pesan demasiado para ella. Un hombre de traje negro y maletín en mano, que pasa a su lado sin detenerse a ayudarla, porque está demasiado ocupado atendiendo su teléfono móvil. Dos chicas rubias, altas y extranjeras, que arrastran sus maletas de carro mientras buscan en un mapa la dirección que deben tomar. El vagabundo que pide limosna en los vagones para comer, encendiéndose un cigarro. Un niño vestido de uniforme, que se sienta en el banco a esperar su tren, mientras se come un bocadillo con la mirada en el suelo. Varios jóvenes con carpetas y libros de la universidad, caminando con aire ajeno y despreocupado y el mp3 en sus oídos.
La estación está llena de vida a rebosar, y sin embargo, si no fuese por todo el ruido, es como si no hubiese nadie. Cada uno camina en su dirección, sin detenerse. Se esquivan hábilmente unos a otros, sin mirarse a la cara. Parecen polos positivos de un imán, repeliendo el contacto unos con otros.

Poco después, la voz de megafonía vuelve a anunciar un tren. Esta vez sí es el del chaval. Baja las escaleras mecánicas y se mezcla entre la muchedumbre, que se va a apartando a su paso sin darse cuenta siquiera de que está ahí.
El chico se coloca en el andén, frotándose las manos para calentárselas. Es invierno, y hace frío en la estación.
El tren llega, abre sus puertas, salen los pasajeros y entra el chaval junto a otros tantos. Encuentra asiento entre una mujer y un hombre que leen sendos periódicos, y al sentarse él, sus cuerpos se separan automáticamente para evitar el contacto.

El tren arranca. Hace frío, demasiado para ser invierno.


sábado, 2 de enero de 2010

Gotitas de agua, grandezas de la Naturaleza

A fuera llueve, y las gotas de agua salpican y repiquetean contra la ventana del tren.

¿Alguna vez os habéis fijado en las gotas de lluvia? Son de lo más curiosas. Parece una tontería, pero solo hace falta prestar un poco de atención para darnos cuenta. Al principio todas nos parecen iguales, transparentes, frías, pequeñas… pero quédate tan solo un minuto mirándolas, y descubrirás que no hay ni una sola gota que se parezca a otra. Cada una tiene una forma, un tamaño, una historia. Entonces, ¿qué sentido tiene la frase “como dos gotas de agua” si ni siquiera ellas son iguales? Tal vez sea porque, a pesar de que no sean idénticas, tampoco son muy diferentes.

Parecen piezas de un puzle desperdigadas por el cristal. Algunas acaban por juntarse, como si fuesen la otra pieza que encaja a la perfección. Hay gotas que nacen para unirse a otras, y gotas que, aunque no se parezcan en nada entre sí, también se acaban uniendo. Y cuando varias gotas se unen, ocurre algo sorprendente: de su peso, se abren paso a través de todo el cristal de la ventana, dejando un rastro tras de sí, un caminito entre la gran concentración de gotas. Llegan hasta a arrastrar a otras gotas consigo. ¿No os parece increíble que algo tan pequeñito llegue a hacer tales cosas al juntarse? Solo es increíble si lo pensáis, advierto. Solo algo tan fuerte como la unión hace la fuerza, sobre todo entre miembros con tan diferentes entre sí como las gotas de agua. Una no puede hacer nada, además de estar quieta en el cristal, mirando pasivamente al resto de gotas; dos hacen una gota más grande, más fuerte, pero sigue estando quieta en el cristal; cinco gotas empiezan a moverse, aunque sea en la dirección que el viento o la gravedad estimen. Un millón de gotas, sin embargo, generan un caudal, y se mueven a placer. Forman ríos, lagos, charcas, mares, y pueden modificar la superficie en la que se encuentran, creando cauces, depresiones, cuencas, valles…

Y todo esto empieza con las pequeñas gotitas de lluvia, que decidieron unirse para crear algo grande: vida. Es un proceso lento y costoso, pero que con tiempo y paciencia hace grandezas.

Ojalá nos fijásemos más en las gotas de agua. Podríamos aprender tanto de ellas…